
Últimamente, la relación con mi potus está siendo complicada. Se ve que en todos estos años no he llegado a empatizar lo suficiente como para detectar qué le pasa.
Y claro, él no habla.
De unos días para acá, tiene las hojas mustias y poco a poco algunas empiezan a amarillear.
Si le pregunto a Google me da dos resultados antagónicos con el mismo problema matriz: el agua. Una de dos, o no ve gota o lo estoy ahogando.
Como siempre he sido más de dar que de tomar, entiendo que lo estoy matando por exceso. No sería la primera. Aunque para serte sincera, alguna que otra también ha muerto de sed.
Si este fuera el caso, las primeras curas son dejar secar totalmente el sustrato. Cerrar el grifo de los cuidados, a ver si así se desempalaga de tanto amor. Sanar de tal empacho.
En situaciones semi graves es mejor ir directo a la raíz. Del problema y del potus. Liberar la planta del tiesto y dejar secar. Dar un poco de espacio para que le dé aire. Dejar respirar.
Si incluso así no mejora, no queda otra que trasplantar.
A veces no es el exceso de agua lo que nos ahoga, sino quedarnos en el mismo lugar. Algunos espacios saben hacernos sentir “casa” en todo momento mientras que otros no hacen más que apretarnos las costuras a cada movimiento.
No sé si lograré recuperar la salud de mi querida planta. Pero me he dado cuenta de dos cosas:
Aunque parezca inverosímil, la teoría del “menos es más” se aplica también en el amor. El reto es saber cuánto “menos” y qué es “de más”.
Y la segunda, cuando la comunicación no fluye bien necesitas tener muchas ganas, paciencia y voluntad para encontrar la mejor solución y arreglar la situación.
En una sociedad que basa gran parte de su modus vivendi en el “usar y tirar” esto puede llegar a ser todo un reto. Solo nos falta detectar en qué situaciones vale la pena aceptarlo.