
En clase, la mayoría de alumnos teníamos un sentimiento entre respeto excesivo y miedo hacia nuestro profesor de ciencias sociales. Los pocos que sentían cierto agrado seguramente era por su parecido razonable con el actor Tom Selleck. Es imposible que Magnum caiga mal a nadie.
De sus clases, de su trato, lo peor era el día de la entrega de exámenes. Seguía siempre un ritual de entrega por llamamiento, ordenado por nota, de menos a más (ríete tú de la LOPD). No hacía falta ni levantarte de tu mesa para conocer las notas de TODOS tus compañeros.
Lo peor de todo era que, el examen con la nota más baja, doblado por la mitad a modo de clip, servía para agrupar el resto de exámenes («para que tenga algo de valor» creo que era el motivo que daba). La peor puntuación se entregaba doblada, algo arrugada y humillada.
Puede parecer una tontería, pero me gustaría que no; que a primera vista ya nos diéramos cuenta del impacto que esto puede causar en niñ@s que están gestando su personalidad. Cuántos miedos, problemas de autoestima y relacionales pueden derivar de actos que hacemos olvidándonos la empatía en un oscuro cajón.
Dañar sin darnos cuenta, o haciéndolo porque sí, no aporta nada bueno. Como el azúcar.
Pero sabe peor.