Gotas de lluvia

Llueve y el aroma del café invade toda la casa.

Nada de cápsulas. Café de cafetera italiana. Placeres así necesitan un ritual. Ese olor y sonido que van saliendo con timidez hasta llegar al clímax inundando nuestros sentidos. Con lentitud.
El primer recuerdo que tengo del aroma del café va unido al olor a tabaco. Los sábados, de niña, la mezcla de los dos eran mi despertador. Me avisaban de la vuelta a casa de mi madre con nuestros croissants.
Qué curiosa es la memoria. Mi madre, que solo fumó unos años y este era el único cigarro que se fumaba en casa, y yo con ese recuerdo tan presente. Café es casa.

Después del desayuno he vuelto a tumbarme en la cama para empezar a escribir de nuevo. Tengo a una de mis gatas pegadita a mi. Cuando estoy en casa y hace frío no me deja sola. La otra seguramente estará encima de la nevera, desde ayer que casi no la veo. Qué personalidad tan diferente tienen entre ellas y, a la vez, tan como yo las dos.

Hace dos días que no sale el sol. Desde la cama escucho como las gotas repican con suavidad contra el cristal de la ventana. Lluvia de otoño, tan distinta a los chaparrones de verano, que te sorprenden en cualquier lugar, te calan hasta los huesos pero en seguida traen un sol intenso que lo seca todo de nuevo.
Las de otoño no duelen, no molestan, no sorprenden, pero cansan.
Medio en broma siempre le digo a R que esa es una de las tácticas que utiliza para convencer: la gota malaya. Ese método de tortura psicológica producida por un pequeño pero constante goteo. La insistencia provoca que te rindas.

Cuando no para, la lluvia no deja secar la tierra y llega un momento que no se absorbe más agua. Y eso es lo que me ha pasado un poco a mi.
En algún momento aprendí que no hace falta vencer todas las batallas para ganar una guerra. Sin ser muy consciente decidí que no merecía la pena invertir energía en un hecho del que  no podía cambiar el resultado y, para evitar el conflicto, lo dejaba pasar. «Si nada de lo que digas o hagas puede cambiar algo, ¿para qué vas a decir o hacer?» pensaba yo. «Déjalo ir, no le des tanta importancia» me decían algunos.

Pero cada persona es un mundo y tiene sus herramientas y su manera de gestionar esa voz que todos tenemos en la cabeza. En mi caso, no decir las palabras que tenía dentro después de una batalla perdida no me dejaban canalizar ese sentimiento. Se quedaban dentro de mi la pena, la rabia, la ira… pero «¿qué mas da si son pequeñas como gotas de otoño? Son las batallas sin importancia que escogiste perder. No ocupan lugar.» 

Pero como sabemos, esas pequeñas gotas que casi no mojan, que no requieren que usemos paraguas en trayectos cortos, cuando no paran de caer acaban lloviendo sobre mojado.

Mi campo de palabras calladas ya no absorbe ninguna más y he decidido dejar entrar el sol para secarlo.

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