
«No sabe que va a morir joven, que no tiene tanto tiempo como cree. De momento, acaba de encontrar al amor de su vida y la muerte es lo último en lo que pensaría.»
Al empezar a trenzar, cada mechón parte de un lugar. Tiene su origen concreto en una parte de la cabeza, diferenciándose del resto. Poco a poco, se va entrelazando con los otros, creando giros y formas. Y con este baile, su esencia se va diluyendo con la de los demás, para acabar totalmente fundidos en un nuevo mechón.
Después de Tiene que ser aquí, y La extraña desaparición de Esme Lennox, esta es mi tercera incursión en el fascinante mundo de las historias de Maggie O’Farrell.
Y digo fascinante por esa facilidad para trenzar las historias sin generar una necesidad de avanzar hacia el final, de saber cómo se unen, porque cada una de ellas respira vida propia.
Fascinante también por esa capacidad tan suya de llegar a la esencia de sus personajes y mostrarnos, de una manera muy natural, cómo intentan conectar sus emociones con sus pensamientos y con su cuerpo. Qué sienten y cómo respiran todo lo que les sucede.
Todas las historias de Maggie O’Farrell tienen personajes que se salen de lo común. Pero sin duda, si hay alguien que nunca falta es esa mujer inconformista -y a veces excéntrica- que, de manera voluntaria, decide no formar parte de los estándares impuestos por la sociedad.
Aquí nos encontramos con la historia de Lexie, Alexandra, una chica rebelde que decide cambiar una predecible vida de pueblo para buscar emociones en la gran ciudad. Y las encuentra. Una mujer valiente, segura de sí misma, que no se deja debilitar por las circunstancias que le presenta la vida.
En esta trenza que es La primera mano que sostuvo la mía también tenemos a Elina, una mujer incapaz de recordar un parto que casi le quita la vida. Otra mujer valiente que debe hacer frente a una maternidad que le ha destrozado el cuerpo, dejándola sin fuerzas, y con un Norte algo desenfocado.
Y, por último, está Ted. Un padre que tiene pánico a la pérdida. Tanto, que empieza a padecer unas extrañas conexiones con antiguas memorias que no forman parte de sus recuerdos.
Porque las cosas, aunque las olvidemos, están.