Nunca hay un final para los helados

Nunca me ha gustado el otoño. Puede que por eso tampoco nunca me haya hecho especial ilusión mi cumpleaños, porque significa el final del verano. El final de las tardes infinitas, de caminar descalza por casa y de las mil excusas para no ir a dormir.
De los helados no; nunca hay un final para los helados.

helado

Y si, lo confieso. Me deprime el otoño.
No me gusta que las tardes pierdan la luz tan pronto, tener que salir de la cama cuando a fuera llueve a mares, ese tiempo que ni frío ni calor, ni que las calles siempre estén desiertas.

No me empiezo a recuperar hasta que no oigo los primeros villancicos, las calles se iluminan con las luces de Navidad y las aceras se empiezan a llenar de nuevo de gente consumista que se vuelve medio loca comprando regalos (me incluyo, me encantan los días de compras navideñas con mi hermana). Por suerte para mí, todo esto cada vez empieza antes.
Ya sé que en invierno las tardes continúan oscuras, que hace más frío y todavía da más pereza salir de la cama, pero, aunque pasen los años, la Navidad continua produciéndome la misma sensación de siempre.

Pero el otro mediodía iba caminando por la Diagonal, así, vestida de otoño, con botas pero sin medias, y mientras el sol me acariciaba las piernas, sin quemar, el viento me las erizaba, sin molestar.  Y, no sé si es porque este verano ha sido extraño, pero pensé «por fin ha llegado el otoño».

¿Me estaré haciendo mayor?

otoño

 

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