
Poco me imaginaba yo que al dejar atrás uno de los lugares con más paz que he visitado jamás me enfrentaría al peor día -sobre ruedas- de mi vida.
No tengo muy claro si vale más afrontar un reto o una gran desilusión siendo prevenido o si, por el contrario, es mejor encontrarlo por sorpresa. Por eso que dicen de “ojos que no ven…”
Pero la verdad es que ese día no vi venir el follón que me esperaba.Y fue básicamente porque no miré…Yo, adicta a ratos a las redes sociales, se me pasó perder un poquito el tiempo en Twitter para descubrir que el fuego que quemaba por ahí, lo hacía más cerca de lo que pensaba.
Aún bajo los efectos de la media dormidina de la noche anterior y con un ice coffee americano con sacarina depositado en el posavasos del coche de alquiler -¿existirá bebida peor?-, me disponía a conducir durante dos horas por una preciosa carretera secundaria hasta un pueblecito llamado Mariposa.
Descubrir que en algún momento de ese día traspasé la frontera del Estado porque en una carretera me encontré un bar de alterne repleto de luces de neón, ahora no viene al caso.
Pero que las supuestas dos tranquilas horas al volante pasaron a ser casi nueve, va tomando relevancia.
Ese fuego cercano se descontroló, obligando a cerrar el acceso al parque Yosemite. Para poder seguir con nuestra ruta no nos quedaba otra que voltear el parque por una carretera destartalada, con 14º de inclinación y, atención, sin guardavías.
Imagínate aquí a una servidora, con un vértigo descomunal, conduciendo los 14º de subida y de bajada, al lado de un abismo.
(Me gustaría abrir paréntesis para agradecer a mi ángel de la guarda que el coche fuera automático.)

Creo que los efectos que todavía arrastraba de la media dormidina me aportaron la paciencia necesaria; no así para los conductores que se empezaron a acumular detrás. Ni en la vuelta de vacaciones, tú… La cola que armé fue de récord Guinness.
Al final no fueron mis manos las que sujetaron el volante a nuestra llegada a Mariposa.
Mi objetivo pasó a ser Strawberry. Un pueblo a medio camino, con poca gracia pero al que aguardé con gran esperanza.
Llegamos allí. Aparqué. Entregué las llaves del coche al copiloto y me fui directa a un bar a comer algo y, sobre todo, a tomarme la cerveza más merecida hasta la fecha.
En ese viaje adquirí especial conciencia de lo incapacitante que es para mí el vértigo. Me da la sensación de perder fuerza en las piernas y necesito tocar tierra con la mano.
Y ya me venía de antes, pero seguramente al afianzar ese día mi miedo a las alturas, el eco generado en mi cabeza ha resonado cada vez más al ver el Pedraforca. Es curioso tener una montaña tan presente en mi vida y sentir tan lejos su cima.
Hasta este verano.

No te voy a engañar si te digo que empecé los primeros metros con bastante respeto. Y tampoco si te confieso que, al notar la inclinación de la pendiente y dejar el bosque atrás, proyecté “a futuro” un miedo a la bajada; a cuando los ojos pudiesen vislumbrar el abismo al lado del camino.
No soy madre pero pensé en un parto: por miedo que te pueda producir el alumbramiento, la criatura va a tener que salir.
Aquí igual. Por vértigo que sientas, vas a tener que bajar sí o sí. Y subí hasta la cima.
Y también la bajé.
Y me caí decenas de veces. Y mis ojos no vieron ningún abismo al lado del camino porque bastante faena tenían en fijarse dónde poner los pies para evitar resbalar de más.
Y mira, puede que ya tenga mi respuesta y, ante desafíos y desilusiones, sea mejor aplicar el “ojos que no ven” y dejar que la vida nos sorprenda.
Muchas veces será para bien.