
Sábado por la mañana de mediados de septiembre.
Imagínate que te regalas un ratito de calma solo para ti. Una mañana en la que el calor ya no aprieta y el sol todavía acuna bien. Un momento ideal para desayunar en una bonita terraza mientras los rayos de sol más matutinos te acarician la cara.
Todo transcurre como tenías previsto hasta que el camarero deja tu desayuno encima de la mesa. Cuál película de Hitchcock, en aquel momento empiezan a aparecer palomas de la nada decididas a compartir tu tan ansiado manjar. Te rodean la mesa, se acercan a tus pies medio desnudos aún con zapatos veraniegos e incluso alguna, sin pizca de timidez, se te aposenta en la mesa.
Engulles el bocadillo como puedes con tal de evitar la presión aviar. Pero hasta que no te queden solo restos del café no recuperarás la tranquilidad.
Ya sin palomas a la vista, pides un segundo café. Y, mientras esperas que te lo traigan, descubres a un turista caminando sigilosamente con el móvil en la mano en el otro lado de la plaza. Intenta fotografiar a una paloma sin espantarla. Por alguna razón inimaginable, este señor quiere inmortalizar a una rata del s.XXI sin saber que en muchas más ocasiones el miedo lo debería sentir él.
Las palomas son las reinas del cotarro. No se asustan.
De esto hace ya muchos años, pero yo fui ese señor.
No estaba en Barcelona y no fotografiaba a una paloma. Pero para el caso, viene a ser lo mismo.
A pocas horas de haber aterrizado en Nueva York, combatiendo los efectos del jet lag sentada en un banco del Madison Square Park, vislumbré de lejos a una ardilla. Era la primera que veía en mi vida y no había duda porque a mi miopía todavía le quedaban algunos meses para hacer acto de presencia.
No sé tú, pero a mis más de 40 años de vida sólo he visto dos ardillas en el bosque. No faltan en mi lista cabras, corzos, vacas, caballos, conejos, incluso serpientes. Pero ardillas, no.
Me sorprendió tanto ver a este precioso animal entre tanto tráfico y tanta polución que decidí inmortalizar el momento. Cámara en mano -no existían los smartphones– y zoom a tope, le hice una foto. Pero se veía muy mal.
Con menos zoom y dos pasos más, se veía mejor. E incluso mejor sin nada de zoom y tres metros más cerca.
Necesité 20 minutos y muchas fotos para darme cuenta que las ardillas de allí son nuestras palomas de aquí. Puede que más bonitas y menos pesadas, pero igual de sociables.
Pero… ¡Qué iba a saber yo si era la primera que veía en directo!
Las experiencias que vivimos crean nuestra realidad. Pensamos y sentimos en base a lo que vamos conociendo. Y a veces partimos de lugares tan lejanos que comportamientos que nos deberían parecer habituales, nos resultan tremendamente atípicos.
Desde entonces, cuando alguna persona me sorprende para muy muy bien pienso: “¿tengo delante de mí a un ángel o es una persona ardilla?”