
Aquellos veranos en los que las pelotas de Nivea llenaban todas las playas del Mediterráneo recuerdo pasarme las tardes jugando con mi hermana y mis primos a saltar las olas. Normalmente por la tarde el agua estaba bastante movida y había más personas durmiendo la siesta en la arena que nadando en el mar.
Conociendo a mi padre, si yo tenía permiso para meterme en el agua es que las olas, grandes, grandes, no eran. Pero nunca he destacado por mi gran altura o sea que para mí aquello medía metros.
De esas tardes, lo que me gustaba era tener la playa casi para nosotros y jugar todos juntos. Pero la verdad es que nunca le he encontrado demasiada gracia a ser arrastrada y zarandeada hasta terminar con un peeling corporal completo, el bikini hasta las rodillas y sacar todo el exceso de agua salada de mi estómago por la nariz.
Pero eso es como todo y al final aprendes que, en una lucha contra el mar, nunca vas a ser su David y siempre, siempre, vas a perder. A no ser que te unas a él.
Con los años y la experiencia subí de nivel hasta tener un gran conocimiento de mis capacidades físicas y desarrollar una buena intuición para detectar su fuerza. Cuando la ola va a romper hay una milésima de segundo en la que sabes si vas a poder salir o si la ola se te va a tragar.
Aunque tengas miedo y quieras salir, si sabes que vas a perder te tienes que quedar dentro y dejarte llevar. Sin resistencia. Si confías y la vives, la ola te pasará y se romperá sin ti en su interior.
En la vida, con el miedo y el dolor pasa lo mismo.