Finales

Ni la cara, ni las piernas. Ni siquiera en los pies.
Lo que de verdad me eleva hasta el cielo es un buen masaje en la espalda. 

Podría pasarme un día entero boca abajo, notando el deslizar de unas manos untadas por mi piel. No me cansaría jamás.

Sintiendo la presión adecuada en cada músculo, pliegue y nudo. Ni muy fuerte ni demasiado suave. 

Resiguiendo de arriba a abajo mi columna vertebral.

La mente desconecta, pero mi cuerpo conoce de memoria cada trazo que recibirá. Incluso sabe detectar la mínima señal que indica que se acerca el indeseado final. 

Esa presión cada vez más suave. Esas últimas caricias por los mismos rincones. Esas manos despegándose siempre en el mismo lugar. 

A veces lo sabemos. Otras, lo intuimos. Pero el cuerpo sabe cuando se acerca cualquier final. 

Un peso en el pecho, cierta ligereza en los hombros, un nudo en el estómago. 

Puede que un desapego incipiente. O, por contra, un apego asfixiante.

No siempre resulta fácil detectar las sensaciones corporales. Pero cuando pasa, cuando llega algún final, piensas: “lo sabía”.

Este verano está llegando al suyo. 
Y las golondrinas hace algunos días que lo saben.

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